Al abordar el
CUENTO COLOMBIANO del
siglo XX, encontramos
su evolución en el
ámbito FORMAL, ESTRUCTURAL Y EN EL TRATAMIENTO DADO
A LOS TEMAS . En
efecto , existe
una
gama de temas
que van desde
lo psicológico pasando
por lo policíaco hasta
lo fantástico.
TIPOLOGÍA
El CUENTO REGIONAL
|
Narra los acontecimientos de un
pueblo
|
El CUENTO
SOCIAL
|
Realiza una crítica
a los Opresores
|
EL CUENTO COSMOPOLITA
|
Tiene en cuenta
los conflictos internos
y psicológicos del
ser humano.
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El CUENTO NEORREALISTA
|
Los temas
tienen relación con
la imaginación, lo
exótico, lo fantástico y
misterioso.
|
EL CUENTO URBANO
|
Describe
los problemas del
hombre citadino
|
El CUENTO DE LA
VIOLENCIA
|
Realiza una radiografía de
los crímenes de
lesa humanidad
|
ESCRITORES COLOMBIANOS
Gabriel García
Márquez
|
"La
increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela
desalmada" .
|
Álvaro Mutis
|
La Nieve
del Almirante.
|
Álvaro Cepeda
Samudio
|
Los cuentos
de Juana.
|
Andrés Caicedo.
|
Que Viva la Música
|
Gustavo Álvarez
Gardeazábal
|
El bazar
de los idiotas.
|
Jairo Aníbal
Niño
|
Puro Pueblo.
|
Fanny Buitrago
|
El hostigante verano de los dioses.
|
TALLER DOS :
LECTURA DEL
CUENTO Y DIBUJAR EL EPISODIO QUE
CONTIENE LO QUE LE OCURRIÓ A CARLOS CENTENO EN ESE PUEBLO.
LA SIESTA
DEL MARTES
1. Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
El tren
salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de
banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a
sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del
vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes
cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, intempestivos espacios sin
sembrar, había ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y
residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y
rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el
calor.
—Es mejor
que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña
trató de hacerlo, pero la persiana estaba bloqueada por óxido.
Eran los
únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la
locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso
en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con
cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en
el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas
guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña
tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado
vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del
cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana.
Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del
asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol
desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la
pobreza.
A las doce
había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin
pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las
plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro
del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos
pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer
inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos.
Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores
muertas.
Cuando
volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso,
medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de
material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy
despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los
anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de
músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del
pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
—Ponte los
zapatos —dijo.
La niña miró
hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren
empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta
y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
—Péinate
—dijo.
El tren
empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del
cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de
peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero
más triste que los anteriores.
—Si tienes
ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés
muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña
aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco,
mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La
mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera.
Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto,
resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos
empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre.
Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la
marcha. Un momento después se detuvo.
No había
nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los
almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el
calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación
abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y
cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi
las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los
almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las
once y no oían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el
tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su
cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza.
Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera,
tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía
tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un
asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.
Buscando
siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el
pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer
raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a
llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos.
Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy
cerca de la red metálica: «¿Quién es?». La mujer trató de ver a través de la
red metálica.
—Necesito al
padre —dijo.
—Ahora está
durmiendo.
—Es urgente
—insistió la mujer.
Su voz tenía
una tenacidad reposada.
La puerta Se
entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy
pálido y cabellos color de hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás
de los gruesos cristales de los lentes.
—Sigan
—dijo, y acabó de abrir la puerta.
Entraron, en
una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo
hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo,
pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos
manos. No se percibía ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.
La mujer de
la casa apareció en la puerta del fondo.
—Dice que
vuelvan después de las tres —dijo en voz muy baja—. Se acostó hace cinco
minutos.
—El tren se
va a las tres y media —dijo la mujer.
Fue una
réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices.
La mujer de la casa sonrió por primera vez.
—Bueno
—dijo.
Cuando la
puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La
angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una
baranda de madera que dividía la habitación, había una mesa de trabajo,
sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir
primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales.
Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.
La puerta
del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un
pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evidente que era hermano de la mujer
que había abierto la puerta.
—¿Qué se le
ofrece? —preguntó.
—Las llaves
del cementerio —dijo la mujer.
La niña
estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño.
El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red
metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.
—Con este
calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer
movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda,
extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un
tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba
en las manos.
—¿Qué tumba
van a visitar? —preguntó.
—La de
Carlos Centeno —dijo la mujer.
—¿Quién?
—Carlos
Centeno —repitió la mujer. El padre siguió sin entender.
—Es el
ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo
soy su madre.
El sacerdote
la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se
ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la
mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles
precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se
desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en
el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.
Todo había
empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas
cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa
llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien
trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a
tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los
tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces.
Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror
desarrollado en ella por 28 años de soledad, localizó en la imaginación no sólo
el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró
el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera
vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la
detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de
cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz
muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: «Ay, mi madre». El hombre que
amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela
a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y
estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.
—De manera
que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.
—Centeno
Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.
El sacerdote
volvió al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta había dos
llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como imaginaba la madre
cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran
las llaves de San Pedro. Las descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la
baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la
mujer.
—Firme aquí.
La mujer
garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las
flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a
su madre.
El párroco
suspiró.
—¿Nunca
trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer
contestó cuando acabó de firmar.
—Era un
hombre muy bueno.
El sacerdote
miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de
piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó
inalterable:
—Yo le decía
que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía
caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama
postrado por los golpes.
—Se tuvo que
sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es
—confirmó la mujer—. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los
porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
—La voluntad
de Dios es inescrutable —dijo el padre.
Pero lo dijo
sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco
escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza
para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente
dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al
regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y
poner allí mismo, si tenían, una limosna para la Iglesia. La mujer escuchó las
explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.
Desde antes
de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien
mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un
grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se
dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no
sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la
calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente
volvió a cerrar la puerta.
—Esperen un
minuto —dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana
apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de
dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
—¿Qué fue?
—preguntó él.
—La gente se
ha dado cuenta.
—Es mejor
que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Da lo mismo
—dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer
parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de
la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse
hacia la puerta. La niña la siguió.
—Esperen a
que baje el sol —dijo el padre.
—Se van a
derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les
presto una sombrilla.
—Gracias
—replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la
calle.
DESPUÉS DE
HABER LEÍDO EL
CUENTO , YA
SABEMOS :
1. Por
qué están de luto
madre e hija ?
2. El
objetivo del viaje
en tren.
3.
Para qué son las flores.
4. Quién es el
difunto ..
5.
Sabemos que todo el
pueblo agobiados /ahogados por el
calor , se dieron cuenta de la llegada de los 2
personajes al pueblo
, porque todo
el mundo a
esa hora estaba
haciendo la siesta y todos estaban en las
ventanas
fisgoneando-curioseando. Las
visitantes no pasaron inadvertidas.
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