.
EJERCITAR LA
MEMORIA MEDIANTE LA CONCENTRACIÓN EN LECTURA .
.
ANÁLISIS LITERARIO DEL
CUENTO “EL RASTRO
DE TU SANGRE EN LA
NIEVE” QUE CORRESPONDE
A UN RELATO DE LOS
DOCE CUENTOS PEREGRINOS DE
GABRIEL G. MÁRQUEZ. LO INTERESANTE
DE LEER UN
TEXTO COMO ESTE QUE NOS OFRECE GARCÍA
MÁRQUEZ , ES
QUE CADA VEZ
QUE AVANZAS EN LA
LECTURA VAS ATANDO
CABOS PARA ENTENDER
LAS SITUACIONES DE LOS
PERSONAJES.
..
Como lector podría
interpretar que el título hace alusión a un relato policíaco donde siguiendo
el Rastro de la sangre
en la Nieve se solucionaría un
misterio. Pero no se
trata de resolver
un caso. Sino todo lo contrario. El rastro
de la sangre
en la nieve termina
trágicamente.
EMPECEMOS …ABAJO ENCONTRARÁS LA PUBLICACIÓN DE ESTE RELATO.
.
El relato inicia con
una pareja de recién casados
dispuestos a pasar
su luna de miel
en el hotel Splendid en
París. Pero primero , llegan
a la frontera de los Pirineos , donde el guardia civil
revisa los pasaportes.
Ejercicio 1. Geográficamente donde se
encuentran los Pirineos ? 2- Cuál es el hecho curioso
en relación con
Nena Daconte ?.
Vemos que los personajes
se dirigen a
Bayona con el propósito de
llegar a
una farmacia y
hacerle la curación del
dedo de Nena.
EJERCICIO 2: Cómo era el clima
en Bayona y cómo
encontraron la ciudad? -
Cuál era el destino de los
recién casados ?.
EJERCICIO 3. Hay indicios que muestran la posición
económica de los dos
personajes. Menciona 3
indicios.
El relato evoca el
pasado y nos
narra las circunstancias como
se conocieron y se
enamoraron Nena Daconte
y Billy Sánchez. Ejercicio 4
: Explica cómo fueron estas circunstancias.
EJERCICIO 5: Cómo fue que
Nena se pinchó
el dedo.?
Nena Daconte
recurrió a muchas cosas
para detener el
sangrado del dedo .
Por ejemplo : “… Tiró
en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial
para la mano izquierda y se lavó
bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era
casi invisible. Sin embargo , tan pronto como
regresaron al coche volvió a sangrar , de modo que Nena
Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el
aire glacial de las sementeras
tenía virtudes de cauterio.
Fue otro recurso vano,
pero todavía no se alarmó. “Si
alguien nos quiere
encontrar será muy
fácil-dijo con su encanto natural
- .Sólo tendrá que seguir
el rastro de mi sangre
en la nieve “…
EJERCICIO 6 :
Dibuja el anterior episodio que le otorga el título al relato.
El infortunio o la desdicha
se vislumbra en las páginas finales
del relato cuando
Nena Daconte es
llevada a cuidados
intensivos del hospital.
EJERCICIO 7: Cuál fue la noticia funesta / dolorosa que
recibió Billy Sánchez ?
En este relato
asistimos al desconcierto
de Billy :
por un lado desorientado,
solitario, abatido, ofuscado, perturbado… Y
Por otro lado,
el lector asiste
al Asombro, Absurdo
del relato logrado
con la complicidad de la hipérbole
.
EJERCICIO 8 : Copiar desde donde
dice …En los suburbios de
París , el dedo era
un manantial incontenible…hasta donde
dice : …irreparable.
Página 155.
LA CAPACIDAD
LECTORA, DE ANÁLISIS
, DE CONCENTRACIÓN MENTAL, DE
PODER MANIFESTAR NUESTROS
PUNTOS DE VISTA SOBRE EL TEXTO
LEIDO, SE DESARROLLAN CON LA PRÁCTICA.
ESPERO QUE ESTE RELATO SEA UN MOMENTO FASCINANTE.
*. El rastro de tu sangre en la nieve
*. El rastro de tu sangre en la nieve
Gabriel García Márquez
Al anochecer, cuando
llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el
dedo con el anillo de
bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de
lana cruda sobre el
tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una
linterna de carburo,
haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión
del viento que soplaba de
los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en
regla, el guardia levantó
la linterna para compro bar que los retratos se parecían a
las caras.
Nena Daconte era casi una
niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza
que todavía irradiaba la
resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y
estaba arropada hasta el
cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía
comprarse con el sueldo de
un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez
de Ávila, su marido, que
conducía el coche, era un año menor que ella y casi tan
bello y llevaba una chaqueta
de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al
contrario de su esposa,
era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los
matones tímidos. Pero lo
que revelaba mejor la condición de ambos era el
automóvil platinado, cuyo
interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se
había visto otro por
aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban
atiborrados de maletas
demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin
abrir. Ahí estaba, además
el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la
vida de Nena Daconte antes
de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno
pandillero de balneario.
Cuando el guardia le
devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó
dónde podía encontrar una
farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y
el guardia le gritó contra
e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés.
Pero los guardias s de
Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa,
jugando barajas mientras
comían pan mojado en tazones de vino dentro de una
garita de cristal cálida y
bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del
coche para indicarles por
señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo
sonar varias veces la
bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban,
sino que uno de ellos
abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento: Merde!
Allez-, es pece de con!
Entonces Nena Daconte
salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas,
y le preguntó al guardia
en un francés perfecto dónde había una farmacia. El
guardia contestó por
costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto
suyo. Y menos con
semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con
atención en la muchacha
que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de
los visones naturales, y
debió confundirla con una aparición mágica en aquella
noche de espantos, porque
al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más
cercana era Biarritz, pero
que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez
no hubiera una farmacia
abierta hasta Bayona, un poco más adelante.
-¿Es algo grave?
-preguntó.
-Nada -sonrió Nena
Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en
cuya yema era apenas
perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a
nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las
calles desiertas y las
casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas
vueltas sin encontrar una
farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se
alegró con la decisión.
Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un
papá con demasiados
sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y
nunca había conducido nada
igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas.
Era tanta su embriaguez en
el volante, que cuanto más andaba menos cansado se
sentía. Estaba dispuesto a
llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la
suite nupcial del hotel
Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en
el cielo para impedirlo.
Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el
último tramo de la
carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada
por el granizo. Así que
después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular
apretándolo bien para
detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo.
Billy Sánchez no lo
advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó
de nevar y el viento se
paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se
llenó de estrellas
glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos,
pero sólo se detuvo para
llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le
quedaban ánimos para
llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su
juguete grande de 25.000
libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería
también la criatura
radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada
de sangre, y cuyo sueño de
adolescente, por primera vez, estaba atravesado por
ráfagas de incertidumbre.
Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de
allí, en Cartagena de
Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de
los de ella, y la
bendición personal del Arzobispo Primado. Nadie, salvo ellos
mismos, entendía el
fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible.
Había empezado tres meses
antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla
de Billy Sánchez se tomó
por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de
Marbella. Nena Daconte
había cumplido apenas dieciocho años, acababa de
regresar del internado de
la Chattelainie, en Stblaise, Suiza, hablando cuatro
idiomas sin acento y con
un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su
primer domingo de mar
desde el regreso. Se había desnudado por completo para
ponerse el traje de baño
cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de
abordaje en las casetas
vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba
de su puerta saltó en
astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso
que se podía concebir. lo
único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa
piel de leopardo, y tenía
el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente
de mar. En el puño
derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano,
llevaba enrollada una
cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada
del cuello una medalla sin
santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón.
Habían estado juntos en la
escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las
fiestas de cumpleaños,
pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que
manejaba a su arbitrio el
destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero
habían dejado de verse
tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena
Daconte permaneció de pie,
inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez
intensa. Billy Sánchez
cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de
leopardo y le mostró su
respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin
asombro.
-Los he visto más grandes
y más firmes- dijo, dominando el terror-, de modo que
piensa bien lo que vas a
hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que
un negro.
En realidad, Nena Daconte
no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había
visto un hombre desnudo,
pero el desafío le resultó eficaz único que se le ocurrió a
Billy Sánchez fue tirar un
puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada
en la mano, y se astilló
los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a
sobrellevar la convalecencia,
y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la
buena manera. Pasaron las
tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa
donde habían muerto seis
generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte,
ella tocando canciones de
moda en el saxofón, y él con la mano escayolada
contemplándola desde el
chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía
numerosas ventanas de
cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la
bahía, y era una de las
más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la
más fea. Pero la terraza
de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el
saxofón era un remanso en
el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras
grandes con palos de mango
y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba
con una losa sin nombre,
anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los
menos entendidos en música
pensaban que el sonido del saxofón) era anacrónico en
una casa de tanta
alcurnia. "Suena como un buque había dicho la abuela de Nena
Daconte cuando lo oyó por
primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo
tocara de otro modo, y no
como ella lo hacia por comodidad, con la falda recogida
hasta los muslos y las
rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía
esencial para la música
"No me importa qué instrumento toques –le decía- con tal
de que lo toques con las
piernas cerradas". Pero fueron esos ares de adioses de
buques y ese
encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte
romper la cáscara amarga
de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto
que él tenía muy bien
sustentada por la confluencia de des apellidos ilustres, ella
descubrió un huérfano
asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le
soldaban los huesos de la
mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que
ocurrió el amor cuando
ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en
que se quedaron solos en
la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos
semanas, retozaron
desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros
civiles y abuelas
insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama
histórica. Aun en las
pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas
abiertas respirando la
brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda,
oyendo en el silencio del
saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del
sapo bajo las matas de
guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos
naturales de la vida que
antes no hablan tenido tiempo de conocer.
Cuando los padres de Nena
Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado
tanto en el amor que ya no
les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a
cualquier hora y en
cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o
hacían. Al principio lo
hicieron como mejor podían en los carros deportivos con
que el papá de Billy
trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los
coches se les volvieron
demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas
desiertas de Marbella
donde el destino los había enfrentado por primera vez, y
hasta se metieron
disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de
alquiler del antiguo
barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas
que hasta hacía pocos
meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de
cadeneros. Nena Daconte se
entregó a los amores furtivos con la misma devoción
frenética que antes
malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero
domesticado terminó por
entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía
que comportarse como un
negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y
con el mismo alborozo. Ya
casados, cumplieron con el deber de amarse mientras
las azafatas dormían en
mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más
muertos de risa que de
placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24
horas después de la boda,
que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De modo que cuando
llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes
saciados, pero tenían
bastantes reservas para comportarse como recién casados
puros. Los padres de ambos
lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un
funcionario de protocolo
subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena
Daconte el abrigo de visón
blanco con franjas de un negro luminoso, que era el
regalo de bodas de sus
padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero
que era la novedad de
aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa
que le esperaba en el
aeropuerto.
La misión diplomática de
su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su
esposa no sólo eran amigos
desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el
médico que había asistido
al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo
de rosas tan radiantes y
frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales.
Ella los saludó a ambos
con besos de burla, incómoda con su condición un poco
prematura de recién
casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo
con una espina del tallo,
pero sorteó el percance con un recurso encantador.
-Lo hice adrede -dijo-
para que se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión
diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo,
calculando que debía
costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes
como por su antigüedad
bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba
a sangrar. La atención de
todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador
había tenido el buen humor
de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en
papel celofán con un
enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio.
Estaba tan ansioso por ~
el coche, que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó
sin aliento. Era el
Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El
cielo parecía un manto de
ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y
helado, y no se estaba
bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la
noción del frío. Mantuvo a
la misión diplomática en el estacionamiento sin techo,
inconsciente de que se
estaban congelando por cortesia, hasta que terminó de
reconocer el coche en sus
detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su
lado para guiarlo hasta la
residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En
el trayecto le fue
indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo
parecía atento a la magia
del coche.
Era la primera vez que
salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios
privados y públicos,
repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó
flotando en un limbo de
desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la
suya, los bloques de casas
cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los
árboles pelados, el mar
distante, todo le iba aumentando un sentimiento de
desamparo que se esforzaba
por mantener al margen del corazón. Sin embargo,
poco después cayó sin
darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se había
precipitado una tormenta
instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y
cuando salieron de la casa
del embajador después del almuerzo para emprender el
viaje hacia Francia,
encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy
Sánchez se olvidó entonces
del coche, y en presencia de todos, dando gritos de
júbilo y echándose puñados
de polvo de nieve en la cabeza se revolcó en mitad de
la calle con el abrigo
puesto.
Nena Daconte se dio cuenta
por primera vez de que el dedo estaba sangrando,
cuando abandonaron a
Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de
la tormenta. Se
sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa
del embajador, a quien le
gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los
almuerzos oficiales, y
apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le
iba indicando a su marido
las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo
de un modo inconsciente cada
vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los
Pirineos se le ocurrió
buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados
de los últimos días, y
cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de
que el coche andaba por el
agua, no se acordó más durante un largo rato del
pañuelo amarrado en el
dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de
las tres, hizo sus
cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido
de largo por Burdeos, y
también por Angulema y Poitiers y estaban pasando por el
dique de Loira inundado
por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de
la neblina, y las siluetas
de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de
fantasmas. Nena Daconte,
que conocía la región de memoria, calculó que estaban
ya a unas tres horas de
París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.
-Eres un salvaje -le
dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.
Estaba todavía sostenido
en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que
en el avión había dormido
poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra
para llegar a París al
amanecer.
-Todavía me dura el
almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica:
Al fin y al cabo, en
Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las
diez.
Con todo Nena Daconte
temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de
entre los tantos regalos
que les habían hecho en -Madrid, y trató de meterle en la
boca un pedazo de naranja
azucarada. Pero él la esquivó.
-Los machos no comen
dulces -dijo.
Poco antes de Orleáns se
desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las
sementeras nevadas, pero
el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los
enormes camiones de
legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena
Daconte hubiera querido
ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se
atrevió a insinuarlo,
porque é le había advertido desde la primera vez en que
salieron juntos que no hay
humillación más grande para un hombre que dejarse
conducir por su mujer. Se
sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño,
y estaba además contenta
de no haber parado en un hotel de la provincia de
Francia, que conocía desde
muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay
paisajes más bellos en el
mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin
encontrar a nadie que le
dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a
última hora había metido
un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de
mano, porque en los
hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes
eran los periódicos de la
semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un
gancho. Lo único que
lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una
noche entera sin amor. La
réplica de su marido fue inmediata.
-Ahora mismo estaba
pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí
mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en
serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía
un aspecto mullido y
cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de
París el tráfico era más
intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y
numerosos obreros en
bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.
-Ya será mejor esperar
hasta París –dijo Nena Daconte. Nena Daconte.
- Bien calienticos y en
una cama con sábanas limpias, como la gente casada.
-Es la primera vez que me
fallas -dijo él.
-Claro -replicó ella-. Es
la primera vez que somos casados.
Poco antes de amanecer se
lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y
tomaron café con
croissants calientes en el mostrador donde los camioneros
desayunaban con vino
tinto.
Nena Daconte se había dado
cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en
la blusa y la falda, pero
no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado,
se cambió el anillo
matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo
herido con agua y jabón El
pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto
como regresaron al coche
volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el
brazo colgando fuera de la
ventana, convencida de que el aire glacial de las
sementeras tenia virtudes
de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se
alarmó. "Si alguien
nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto
natural. "sólo tendrá
que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó
mejor en lo que había
dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate -dijo: -un
rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te
parece bello para una
canción?
No tuvo tiempo de volverlo
a pensar. En los suburbios de París el dedo era un
manantial incontenible, y
ella- sintió de veras- que se le estaba yendo el alma por la
herida. Había tratado de
segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en
el maletín, pero más
tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las
tiras del papel
ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del
coche, se iban empapando
poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se
asustó en serio e insistió
en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que
aquello no era asunto de
boticarios.
-Estamos casi en la Puerta
de Orleáns -dijo. -Sigue de por la avenida del general
Leclerc, que es la más
ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo
que haces.
Fue el trayecto más arduo
de todo el viaje. La avenida del general Leclerc era un
nudo infernal de
automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos
sentidos, y de los
camiones enormes que trataban de llegar a los mercados
centrales. Billy Sánchez
se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas,
que se insultó a gritos en
lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató
de bajarse del coche para
pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo
de que los franceses eran
la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban
nunca. Fue una prueba más
de su buen juicio, porque en aquel momento Nena
Daconte estaba haciendo
esfuerzos para no perder la conciencia.
Sólo para salir de la
glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los
cafés y almacenes estaban
iluminados como si fuera la media noche, pues era un
martes típico de los
eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz
que no alcanzaba a
concretarse en nieve. Pero la avenida DenferRochereau estaba
más despejada, y al cabo
de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su
marido que doblara a la
derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de
un hospital enorme y
sombrío.
Necesitó ayuda para salir
del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez.
Mientras llegaba el médico
de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la
enfermera el cuestionario
de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud.
Billy Sánchez le llevó el
bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces
llevaba el anillo de
bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el
color. Permaneció a su
lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de
turno y le hizo un examen
rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con
la piel del color del
cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó
atención sino que dirigió
a su mirada una sonrisa lívida.
-No te asustes- le dijo,
con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es
que este caníbal me corte
la mano para comérsela.
El médico concluyó el
examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy
correcto aunque con raro
acento asiático.
-No, muchachos- dijo-.
Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar
una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el
médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego
ordenó que se llevaran la
camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de
la mano de su mujer. El
médico lo detuvo por el brazo.
-Usted no- le dijo-. Va
para cuidados intensivos-. Nena Daconte le volvió a sonreír
al esposo, y le siguió
diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en
el fondo del corredor. El
médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera
había escrito en una
tablilla. Billy Sánchez lo llamó.
-Doctor- le dijo-. Ella
está encinta.
-¿Cuánto tiempo?
-Dos meses.
El médico no le dio la
importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en
decírmelo," dijo, y
se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la
sala lúgubre olorosa a
sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando
el corredor vacío por
donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en
el escaño de madera donde
había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo
estuvo ahí, pero cuando
decidió salir del hospital era otra vez de noche y
continuaba la llovizna, y
él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo,
abrumado por el peso del
mundo.
Nena Daconte ingresó a las
9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar
años después en los
archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez
durmió en el coche
estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al
día siguiente se comió
seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la
cafetería que encontró más
cerca, pues no había hecho una comida completa desde
Madrid. Después volvió a
la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le
hicieron entender que
debía dirigirse a la entrada principal. Allí Consiguieron por
fin un asturiano del
servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste
comprobó que en efecto
Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que
sólo se permitían visitas
los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después.
Trató de ver al médico que
hablaba castellano, a quien describió como un negro
con la cabeza pelada, pero
nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Tranquilizado con la
noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al
lugar donde había dejado
el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar
dos cuadras más adelante,
en una calle muy estrecha y del lado de los números
impares. En la acera de
enfrente habla un edificio restaurado con un letrero: Hotel
Nicole. Tenía una sola
estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no habla
más que un sofá y un viejo
piano vertical, pero el propietario de voz aflautada
podía entenderse con los
dientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran
con qué pagar. Billy
Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos
en el único cuarto libre,
que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde
se llegaba sin aliento por
una escalera en espiral que olla a espuma de coliflores
hervidas. Las paredes
estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana
no cabía nada más que la
claridad turbia del patio interior. Había una cama para
dos, un ropero grande, una
silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su
platón y su jarra, de modo
que la única manera de estar dentro del cuarto era
acostado en la cama. Todo
era peor que viejo, desventurado, pero también muy
limpio, y con un rastro
saludable de medicina reciente.
A Billy Sánchez no le
habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese
mundo fundado en el
talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de
la escalera que se apagaba
antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera
de volver a encenderla.
Necesitó media mañana para aprender que con el rellano de
cada piso habla un
cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo
en las tinieblas cuando
descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el
cerrojo por dentro, para
que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que
estaba en el extremo del
corredor y que él se empellaba en usar des veces al día
como en su tierra, se
pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada
desde la administración,
se acabababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy
Sánchez tuvo bastante
claridad de juicio para comprender que aquel orden tan
distinto del suyo era de
todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía
además tan ofuscado y solo
que no podía entender como pudo vivir alguna vez sin
el amparo de Nena Daconte.
Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del
miércoles, se tiró
bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura
de prodigio que continuaba
desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto
sucumbió en un sueño tan
natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj,
pero no pudo deducir si
eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de
la semana ni en qué ciudad
de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó
despierto en la cama,
siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad
amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del
día anterior, y allí pudo
establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban
encendidas y había dejado
de llover, de modo que permaneció recostado en el
tronco de un castaño
frente a la entrada principal, por donde entraban y salían
médicos y enfermeras de
batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico
asiático que había
recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde
después del almuerzo,
cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba
congelando. A las siete se
tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros
que él mismo cogió en el
aparador después de 48 horas de estar comiendo la misma
cosa en el mismo lugar.
Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche
solo en una acera y todos
los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia
de una multa en el
parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo
explicarle que en los días
impares del mes se podía estacionar en la acera de
números impares, y al día
siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas
racionalistas resultaban
incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más
acendrados que apenas dos
años antes se había metido en un cine de barrio con el
automóvil oficial del
alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los
policías impávidos.
Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó
que pagara la multa, pero
que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque
tendría que cambiarlo otra
vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por
primera vez, no pensó sólo
en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin
poder dormir, pensando en
sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de
maricas del mercado
público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del
pescado frito y el arroz
de coco en las fondas del muelle donde atracaban las
goletas de Aruba. Se
acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias,
donde serían apenas las
siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una piyama
de seda leyendo el
periódico en el fresco de la terraza. Se acordó de su madre, de
quien nunca se sabía dónde
estaba a ninguna una hora, su madre apetitosa y
lenguaraz, con un traje de
domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer,
ahogándose de calor por el
estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él
tenía siete años, había
entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido
desnuda en la cama con uno
de sus amantes casuales. Aquel percance del que
nunca había hablado,
estableció entre ellos una relación de complicidad que era
más útil que el amor. Sin
embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas
terribles de su soledad de
hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando
vueltas en la cama de una
mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su
infortunio, y con una
rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las
ganas de llorar.
Fue un insomnio
provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche,
pero resuelto a definir su
vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta
para cambiarse de ropa
pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena
Daconte, con la mayor
parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez
hubiera encontrado el
número de algún conocido de París. En la cafetería de
siempre se dio cuenta de
que había aprendido a saludar en francés y a pedir
sánduiches de jamón y café
con leche. También sabía que nunca le seria posible
ordenar mantequilla ni
huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a
decir, pero la mantequilla
la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban
a la vista en el aparador
y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el
personal de servicio se
habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De
modo que el viernes al
almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto,
ordenó un filete de
ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió
tan bien que pidió otra
botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la
resolución firme de
meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a
Nena Daconte, pero en su
mente estaba fija la imagen providencial del médico
asiático, y estaba seguro
de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la
de urgencias, que le había
parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más
allá del corredor donde
Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un
guardián con la bata
salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó
atención. El guardián lo
siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y
por último lo agarró del
brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy
Sánchez trató de
sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se
cagó en su madre en francés,
le torció el brazo en la espalda con una llave maestra,
y sin dejar de cagarse mil
veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la
puerta, rabiando de dolor,
y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido
por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto.
Decidió, como lo hubiera
hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero
del hotel, que a pesar de
su catadura huraña era muy servicial, y además muy
paciente con los idiomas,
encontró el número y la dirección de la embajada en el
directorio telefónico, y
se los anotó en una tarjeta.
Contestó una mujer muy
amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy
Sánchez de inmediato la
dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su
nombre completo, seguro de
impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la
voz no se alteró en el
teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el
señor embajador no estaba
por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta
el día siguiente, pero que
de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y
sólo para un caso
especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino
tampoco llegaría hasta
Nena Daconte, y agradeció la información con la misma
amabilidad con que se la
habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de
la calle Elyseo, dentro de uno de los sectores más
apacibles de París, pero
lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él
mismo me contó en
Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba
tan claro como en el
Caribe por la primera vez de su llegada, y que la Torre Eiffel
sobresalía por encima de
la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo
recibió en lugar del
embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad
mortal, no sólo por el
vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto,
sino también por el sigilo
de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió
la ansiedad de Billy
Sánchez, pero le recordó sin perder la dulzura con que estaban
en un país civilizado
cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy
antiguos y sabios, al
contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con
sobornar al portero para
entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo.
No había más remedio que
somterse al imperio de la razón, y esperar hasta el
martes.
-Al fin y al cabo, ya no
faltan sino cuatro días- concluyó.
-Mientras tanto, vaya al
Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se
encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia.
Vio la Torre Eiffel por
encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de
llegar hasta ella
caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que
estaba más lejos de lo que
parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que
la buscaba. Así que se
puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la
orilla del Sena. Vio pasar
los remolcadores por debajo de los puentes, y no le
parecieron barcos sino
casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos
de flores en el alféizar,
y alambres con ropa puesta a secar en los planchones.
Contempló durante un largo
rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el
hilo inmóvil en la
corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que
empezó a oscurecer y
decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces
cayó en la cuenta de que
ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la
menor idea del sector de
París en donde estaba el hospital.
Ofuscado por el pánico,
entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y
trató de poner sus
pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas
veces y desde ángulos
distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se
encontró asustado y
solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la
realidad de la muerte.
Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea
providencial de volver a
la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el
nombre de la calle, y
descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la
dirección del hotel. Quedó
tan mal impresionado con aquella experiencia, que
durante el fin de semana
no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para
cambiar el coche a la
acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la
misma llovizna sucia de la
mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca habla
leído un libro completo,
hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la
cama, pero los únicos que
encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas
distintos del castellano.
Así que siguió esperando el martes, contemplando los
pavorreales repetidos en
el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo
instante en Nena Daconte.
El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando
en lo que diría ella silo
encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el
abrigo de visón estaba
manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el
jabón de olor que encontró
en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez
como lo habían subido al
avión en Madrid.
El martes amaneció turbio
y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó
desde las seis, y esperó
en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de
parientes de enfermos
cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con
el tropel, llevando en el
brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna
idea de dónde podía estar
Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que
había de encontrar al
médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con
flores y pájaros
silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las
mujeres a la derecha y los
hombres a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró
en el pabellón de mujeres.
Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas
con el camisón de trapo
del hospital, iluminadas por las luces grandes de las
ventanas, y hasta pensó
que todo aquello era más alegre de lo que se podía
imaginar desde fuera.
Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de
nuevo en sentido inverso,
hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era
Nena Daconte. Luego
recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana
de los pabellones
masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era él, en efecto. Estaba
con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un
enfermo. Billy Sánchez
entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del
grupo, y se paró frente al
médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo.
Lo llamó. El médico
levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo
reconoció.
-¡Pero dónde diablos se
había metido usted! -dijo. Billy Sánchez se quedó perplejo.
- En el hotel -dijo-. Aquí
a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena
Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche
del jueves 9 de enero,
después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los
especialistas mejor
calificados de Francia. Hasta el último instante había estado
lúcida y serena, y dio
instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza
Athenée, tenían una
habitación reservada, y dio los datos para que se hicieran en
contacto con sus padres.
La embajada había sido informada el viernes por un cable
urgente de su cancillería,
cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia
París. El embajador en
persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y
los funerales, y
permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para
localizar a Billy Sánchez.
Un llamado urgente con sus datos personales fue
transmitido desde la noche
del viernes hasta la tarde del domingo a través de la
radio y la televisión, y
durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de
Francia. Su retrato,
encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por
todas partes. Tres
Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados,
pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte
habían llegado el sábado al medio-día, y velaron el
cadáver en la capilla del
hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy
Sánchez. También los padres
de éste habían sido informados, y estuvieron listos
para volar a París, pero
al final desistieron por una confusión de telegramas. Los
funerales tuvieron lugar
el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros
del sórdido cuarto del
hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor
de Nena Daconte. El
funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años
más tarde que él mismo
recibió el telegrama de su cancillería una hora después de
que Billy Sánchez salió de
su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares
sigilosos del Faubourg-St.
Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha
atención cuando lo
recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño
aturdido con la novedad de
París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado,
tuviera a su favor un
origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él
sospechaba las ganas de
llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de
la búsqueda y se llevaron
el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y
quienes alcanzaron a verlo
siguieron repitiendo durante muchos años que no habían
visto nunca una mujer más
hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy
Sánchez, entró por fin al
hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado
el entierro en el triste
panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde
ellos habían descifrado
las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que
puso a Billy Sánchez al
corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes
en la sala del hospital,
pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué
agradecer, pensando que lo
único que necesitaba con urgencia era encontrar a
alguien a quien romperle
la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia.
Cuando salió del hospital,
ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo
una nieve sin rastros de
sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de
palomas, y que en las
calles de París había un aire de
fiesta, porque era la
primera nevada grande en
diez años.
COLEGIO METROPOLITANO MARIA OCCIDENTE DE POPAYAN.
PROFESOR RAFAEL CASTRO . JUNIO 29 / 2020.
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