lunes, 29 de junio de 2020

UNIDAD 21 : MOMENTO DE LECTURA.








.
EJERCITAR  LA  MEMORIA  MEDIANTE  LA CONCENTRACIÓN EN  LECTURA .
Ilustración de un niño chico leyendo un libro sobre el bien y el ....

ANÁLISIS LITERARIO  DEL  CUENTO  “EL  RASTRO  DE TU SANGRE  EN  LA  NIEVE”  QUE  CORRESPONDE  A UN  RELATO  DE LOS  DOCE CUENTOS  PEREGRINOS  DE  GABRIEL G. MÁRQUEZ.  LO  INTERESANTE  DE  LEER  UN  TEXTO  COMO  ESTE  QUE NOS  OFRECE  GARCÍA  MÁRQUEZ  ,  ES  QUE  CADA  VEZ  QUE  AVANZAS EN  LA  LECTURA  VAS  ATANDO  CABOS   PARA  ENTENDER  LAS  SITUACIONES  DE LOS  PERSONAJES.

.Libro Doce Cuentos Peregrinos, Gabriel García Márquez, ISBN ....

Como lector podría interpretar que el título hace alusión a un relato policíaco donde siguiendo el  Rastro de la  sangre  en la  Nieve  se  solucionaría  un  misterio. Pero  no  se  trata  de  resolver  un  caso.  Sino todo lo contrario.  El  rastro  de  la  sangre  en la  nieve  termina  trágicamente. 

EMPECEMOS …ABAJO ENCONTRARÁS LA  PUBLICACIÓN  DE  ESTE RELATO.

RAMO ROSAS ROJAS ROMANTICO - Floristería Flores Bellas.

El  relato  inicia  con  una  pareja  de  recién  casados  dispuestos  a  pasar  su  luna  de miel  en el  hotel  Splendid en  París.  Pero  primero ,  llegan  a la frontera  de los  Pirineos , donde el guardia  civil   revisa   los  pasaportes.  

Ejercicio  1.   Geográficamente donde se encuentran  los  Pirineos ?    2-  Cuál  es el  hecho  curioso  en  relación  con  Nena  Daconte ?.

Vemos que los  personajes  se  dirigen  a  Bayona con el  propósito de llegar  a  una  farmacia  y  hacerle  la curación  del  dedo  de  Nena.

EJERCICIO  2:  Cómo  era el clima  en  Bayona  y  cómo  encontraron   la ciudad?   -   Cuál  era el destino  de los  recién  casados ?.


EJERCICIO   3. Hay indicios que   muestran  la posición  económica  de los  dos  personajes.    Menciona 3  indicios.


El relato  evoca el  pasado  y  nos  narra las  circunstancias  como  se conocieron  y  se  enamoraron  Nena  Daconte  y  Billy Sánchez.    Ejercicio   4  :  Explica cómo fueron  estas circunstancias.


EJERCICIO  5:    Cómo fue  que  Nena  se  pinchó  el dedo.?

Nena  Daconte  recurrió  a  muchas cosas  para  detener  el  sangrado  del  dedo .  Por  ejemplo :  “… Tiró  en la  basura el  pañuelo empapado, se cambió el anillo  matrimonial  para la mano izquierda  y se lavó bien el dedo herido con  agua  y  jabón. El  pinchazo  era  casi  invisible.  Sin embargo , tan  pronto como  regresaron al coche volvió  a  sangrar , de modo que  Nena  Daconte dejó el  brazo  colgando fuera  de la ventana, convencida  de que el  aire glacial de las sementeras  tenía  virtudes  de cauterio.  Fue  otro recurso  vano,  pero todavía no se  alarmó. “Si alguien  nos  quiere  encontrar  será  muy  fácil-dijo con su encanto  natural - .Sólo  tendrá  que seguir  el  rastro de mi  sangre  en la  nieve  “…

EJERCICIO   6  :  Dibuja  el  anterior episodio  que  le  otorga  el  título al  relato.

El  infortunio o la  desdicha  se  vislumbra en  las  páginas  finales  del  relato  cuando  Nena  Daconte  es  llevada  a  cuidados  intensivos  del  hospital.

EJERCICIO   7:   Cuál  fue la noticia  funesta / dolorosa  que  recibió  Billy  Sánchez ?

En este  relato  asistimos  al  desconcierto  de  Billy  :  por  un lado  desorientado,  solitario, abatido,  ofuscado, perturbado…  Y  Por  otro  lado,   el  lector  asiste  al   Asombro,  Absurdo  del   relato  logrado  con la  complicidad  de la  hipérbole  .

EJERCICIO  8 :  Copiar  desde donde  dice  …En los suburbios  de  París  , el  dedo era  un  manantial incontenible…hasta  donde  dice  :  …irreparable.  Página 155.


LA  CAPACIDAD  LECTORA,  DE  ANÁLISIS  , DE CONCENTRACIÓN  MENTAL,  DE  PODER  MANIFESTAR  NUESTROS  PUNTOS  DE VISTA SOBRE  EL TEXTO  LEIDO,  SE  DESARROLLAN  CON LA  PRÁCTICA.

ESPERO  QUE  ESTE RELATO   SEA   UN  MOMENTO  FASCINANTE.

*. El rastro de tu sangre en la nieve
Gabriel García Márquez

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el
dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de
lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una
linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión
del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en
regla, el guardia levantó la linterna para compro bar que los retratos se parecían a
las caras.
Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza
que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y
estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía
comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez
de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella y casi tan
bello y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al
contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los
matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el
automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se
había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban
atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin
abrir. Ahí estaba, además el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la
vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno
pandillero de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó
dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y
el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés.
Pero los guardias s de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa,
jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una
garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del
coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo
sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban,
sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento: Merde!
Allez-, es pece de con!
Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas,
y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El
guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto
suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con
atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de
los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella
noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más
cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez
no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.
-¿Es algo grave? -preguntó.
-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en
cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las
calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas
vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se
alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un
papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y
nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas.
Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se
sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la
suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en
el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el
último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada
por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular
apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo.
Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó
de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se
llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos,
pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le
quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su
juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería
también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada
de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por
ráfagas de incertidumbre. Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de
allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de
los de ella, y la bendición personal del Arzobispo Primado. Nadie, salvo ellos
mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible.
Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla
de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de
Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de
regresar del internado de la Chattelainie, en Stblaise, Suiza, hablando cuatro
idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su
primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para
ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de
abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba
de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso
que se podía concebir. lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa
piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente
de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano,
llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada
del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón.
Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las
fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que
manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero
habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena
Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez
intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de
leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin
asombro.
-Los he visto más grandes y más firmes- dijo, dominando el terror-, de modo que
piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que
un negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había
visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz único que se le ocurrió a
Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada
en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a
sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la
buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa
donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte,
ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada
contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía
numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la
bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la
más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el
saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras
grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba
con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los
menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón) era anacrónico en
una casa de tanta alcurnia. "Suena como un buque había dicho la abuela de Nena
Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo
tocara de otro modo, y no como ella lo hacia por comodidad, con la falda recogida
hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía
esencial para la música "No me importa qué instrumento toques –le decía- con tal
de que lo toques con las piernas cerradas". Pero fueron esos ares de adioses de
buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte
romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto
que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de des apellidos ilustres, ella
descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le
soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que
ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en
que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos
semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros
civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama
histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas
abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda,
oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del
sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos
naturales de la vida que antes no hablan tenido tiempo de conocer.
Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado
tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a
cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o
hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con
que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los
coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas
desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y
hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de
alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas
que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de
cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción
frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero
domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía
que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y
con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras
las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más
muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24
horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes
saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados
puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un
funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena
Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el
regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero
que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa
que le esperaba en el aeropuerto.
La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su
esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el
médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo
de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales.
Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco
prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo
con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.
-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo,
calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes
como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba
a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador
había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en
papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio.
Estaba tan ansioso por ~ el coche, que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó
sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El
cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y
helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la
noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo,
inconsciente de que se estaban congelando por cortesia, hasta que terminó de
reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su
lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En
el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo
parecía atento a la magia del coche.
Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios
privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó
flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la
suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los
árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de
desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo,
poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se había
precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y
cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el
viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy
Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de
júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza se revolcó en mitad de
la calle con el abrigo puesto.
Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando,
cuando abandonaron a Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de
la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa
del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los
almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le
iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo
de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los
Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados
de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de
que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del
pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de
las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido
de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers y estaban pasando por el
dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de
la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de
fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban
ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.
-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.
Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que
en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra
para llegar a París al amanecer.
-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica:
Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las
diez.
Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de
entre los tantos regalos que les habían hecho en -Madrid, y trató de meterle en la
boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
-Los machos no comen dulces -dijo.
Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las
sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los
enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena
Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se
atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que
salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse
conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño,
y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de
Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay
paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin
encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a
última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de
mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes
eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un
gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una
noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.
-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí
mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía
un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de
París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y
numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.
-Ya será mejor esperar hasta París –dijo Nena Daconte. Nena Daconte.
- Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.
-Es la primera vez que me fallas -dijo él.
-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.
Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y
tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros
desayunaban con vino tinto.
Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en
la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado,
se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo
herido con agua y jabón El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto
como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el
brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las
sementeras tenia virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se
alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto
natural. "sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó
mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te
parece bello para una canción?
No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París el dedo era un
manantial incontenible, y ella- sintió de veras- que se le estaba yendo el alma por la
herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en
el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las
tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del
coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se
asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que
aquello no era asunto de boticarios.
-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo. -Sigue de por la avenida del general
Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo
que haces.
Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del general Leclerc era un
nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos
sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados
centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas,
que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató
de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo
de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban
nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena
Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.
Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los
cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un
martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz
que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida DenferRochereau estaba
más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su
marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de
un hospital enorme y sombrío.
Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez.
Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la
enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud.
Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces
llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el
color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de
turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con
la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó
atención sino que dirigió a su mirada una sonrisa lívida.
-No te asustes- le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es
que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy
correcto aunque con raro acento asiático.
-No, muchachos- dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar
una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego
ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de
la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.
-Usted no- le dijo-. Va para cuidados intensivos-. Nena Daconte le volvió a sonreír
al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en
el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera
había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.
-Doctor- le dijo-. Ella está encinta.
-¿Cuánto tiempo?
-Dos meses.
El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en
decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la
sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando
el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en
el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo
estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y
continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo,
abrumado por el peso del mundo.
Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar
años después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez
durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al
día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la
cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde
Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le
hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí Consiguieron por
fin un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste
comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que
sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después.
Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro
con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al
lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar
dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números
impares. En la acera de enfrente habla un edificio restaurado con un letrero: Hotel
Nicole. Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no habla
más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada
podía entenderse con los dientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran
con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos
en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde
se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olla a espuma de coliflores
hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana
no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para
dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su
platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era
acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy
limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.
A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese
mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de
la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera
de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que con el rellano de
cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo
en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el
cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que
estaba en el extremo del corredor y que él se empellaba en usar des veces al día
como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada
desde la administración, se acabababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy
Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan
distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía
además tan ofuscado y solo que no podía entender como pudo vivir alguna vez sin
el amparo de Nena Daconte. Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del
miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura
de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto
sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj,
pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de
la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó
despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del
día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban
encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el
tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían
médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico
asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde
después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba
congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros
que él mismo cogió en el aparador después de 48 horas de estar comiendo la misma
cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche
solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia
de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo
explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de
números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas
racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más
acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el
automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los
policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó
que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque
tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por
primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin
poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de
maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del
pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las
goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias,
donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una piyama
de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza. Se acordó de su madre, de
quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna una hora, su madre apetitosa y
lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer,
ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él
tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido
desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que
nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era
más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas
terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando
vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su
infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las
ganas de llorar.
Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche,
pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta
para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena
Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez
hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de
siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir
sánduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le seria posible
ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a
decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban
a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el
personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De
modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto,
ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió
tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la
resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a
Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico
asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la
de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más
allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un
guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó
atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y
por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy
Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se
cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra,
y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la
puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto.
Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero
del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy
paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el
directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta.
Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy
Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su
nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la
voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el
señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta
el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y
sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino
tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma
amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de la calle Elyseo, dentro de uno de los sectores más
apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él
mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba
tan claro como en el Caribe por la primera vez de su llegada, y que la Torre Eiffel
sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo
recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad
mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto,
sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió
la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó sin perder la dulzura con que estaban
en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy
antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con
sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo.
No había más remedio que somterse al imperio de la razón, y esperar hasta el
martes.
-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días- concluyó.
-Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia.
Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de
llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que
estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que
la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la
orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le
parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos
de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones.
Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el
hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que
empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces
cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la
menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.
Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y
trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas
veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se
encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la
realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea
providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el
nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la
dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que
durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para
cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la
misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca habla
leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la
cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas
distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los
pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo
instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando
en lo que diría ella silo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el
abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el
jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez
como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó
desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de
parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con
el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna
idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que
había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con
flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las
mujeres a la derecha y los hombres a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró
en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas
con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las
ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía
imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de
nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era
Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana
de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un
enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del
grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo.
Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo
reconoció.
-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo. Billy Sánchez se quedó perplejo.
- En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche
del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los
especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado
lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza
Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se hicieran en
contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable
urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia
París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y
los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para
localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue
transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la
radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de
Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por
todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados,
pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al medio-día, y velaron el
cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy
Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos
para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los
funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros
del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor
de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años
más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de
que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares
sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha
atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño
aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado,
tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él
sospechaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de
la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y
quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían
visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy
Sánchez, entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado
el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde
ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que
puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes
en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué
agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a
alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia.
Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo
una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de
palomas, y que en las calles de París había un  aire  de  fiesta, porque era la  primera  nevada grande  en  diez  años.

COLEGIO  METROPOLITANO  MARIA  OCCIDENTE  DE  POPAYAN.

PROFESOR  RAFAEL  CASTRO  .  JUNIO 29 / 2020.  
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